martes, 23 de marzo de 2010
José Calvo Sotelo...
- José Calvo Sotelo (Tuy, Pontevedra, 6 de mayo de 1893 — Madrid, 13 de julio de 1936) fue un político y jurisconsulto español, ministro de Hacienda entre 1925 y 1930 (durante la Dictadura de Primo de Rivera). Exiliado durante los primeros años de la Segunda República, no obstante fue elegido diputado en todas las legislaturas, incorporándose a su escaño tras una amnistía durante el bienio radical-cedista en 1934. Destacó como líder monárquico, a través del partido Renovación Española, aunque no mantuvo muy buena relación con las otras fuerzas de la derecha: la mayoritaria, partidaria de contemporizar con la República (CEDA) y las minoritarias, entre las que estaba Falange Española.
En el turbulento periodo entre febrero y julio de 1936, protagonizó varios debates en las Cortes en los que solicitó al Gobierno que restableciese el orden público, reclamando que en caso contrario tal tarea debería ser asumida por el Ejército. En la madrugada del 13 de julio de 1936 un grupo de guardias de Asalto y militantes socialistas, dirigido por el capitán de la Guardia Civil Fernando Condés le detuvo en su domicilio y le introdujo en el interior de una camioneta de la guardia de Asalto donde Luis Cuenca, militante de las Juventudes Socialistas y guardaespaldas de Indalecio Prieto le disparó dos tiros en la nuca. Uno de los efectos de su asesinato fue decidir a quienes, como el general Francisco Franco, mantenían aún dudas sobre si debían sublevarse contra la República de forma inmediata. En la dictadura fue honrado como Protomártir de la Cruzada[1] o Protomártir del Movimiento Nacional.
La Matanza de Badajoz...
- Tanto esa matanza como las de Madrid, Barcelona, Bilbao, etc., nacieron del odio, un odio difundido sistemáticamente por las izquierdas, y no, o apenas, por las derechas. Y el terror derechista fue de respuesta a las agresiones y al terror izquierdista previos y practicados, con mayor o menor intensidad, durante toda la república, no a la inversa. Espinosa, y tantos de su tendencia, desvirtúan estos hechos, me cuesta creer que por ignorancia, a fin de explicar lo ocurrido en Badajoz como algo monstruosamente inusual, causado por la vesania de una caterva de oligarcas, espadones y clérigos que odiaban al “pueblo” y atacaron a un gobierno “legal y democrático”.
Ahora bien, aunque el contexto explicativo sea falso, podría ser fiable la investigación concreta. Esto no parece fácil, pues Espinosa y compañía no trabajan tanto por esclarecer los hechos como por demostrar la maldad incomparable de los “fascistas”. Y, en efecto, es fácil percibir varios puntos débiles en su estudio La columna de la muerte.
La matanza de Badajoz por excelencia, la que dio la vuelta al mundo, fue la supuestamente ocurrida en la plaza de toros el día 15 de agosto, descrita en el diario madrileño La voz: “Cuando Yagüe se apoderó de Badajoz (…) hizo concentrar en la Plaza de Toros a todos los prisioneros y a quienes, sin haber empuñado las armas, pasaban por gente de izquierda. Y organizó una fiesta. Y convidó a esa fiesta a los cavernícolas de la ciudad, cuyas vidas habían sido respetadas por el pueblo y la autoridad legítima. Ocuparon los tendidos caballeros respetables, piadosas damas, lindas señoritas, jovencitos de San Luis y San Estanislao de Kostka, afiliados a Falange y Renovación, venerables eclesiásticos, virtuosos frailes y monjas de albas tocas y miradas humildes. Y ante tan brillante concurrencia fueron montadas algunas ametralladoras…”, con las que habrían masacrado a entre 1.500 y 4.000 prisioneros, según versiones, entre aplausos y griterío de los espectadores. En algunas variantes, muchos presos habrían sido toreados, etc.
Espinosa admira lo “muy bien escrito” que está el artículo de La voz, una pieza brillante en la siembra de odios con que a cada paso topamos. Pero él mismo debe reconocer que se trata de una falsedad. No existió tal fiesta. Sin embargo tal falsedad no deja de tener un valor para el columnista del enredo: “la [matanza] de Badajoz había trascendido y se había convertido en paradigma de lo que el fascismo representaba”. Y el consuelo es fácil: “la fiesta, como toda reducción (¡!) colmó el imaginario colectivo por contener todos los ingredientes necesarios. Al fin y al cabo ¿qué si no una gran orgía de sangre fue lo que los grupos sociales y económicos amenazados por las reformas republicanas (…) hicieron con esa izquierda extremeña eliminada en masa?” En fin, asegura, la inventada fiesta fue, de todos modos, poca cosa al lado de lo realmente ocurrido, y los militares, aunque no presidieran el supuesto jolgorio, eran “capaces de presidir cosas mucho peores que aquella corrida, y sin duda hubieran ocupado un lugar preferente en un posible Nuremberg español. De ahí quizá el arraigo de una historia como la fiesta” (p. 211-2)
El arraigo no viene de ahí, desde luego, sino de una masiva e inescrupulosa propaganda que intenta continuar Espinosa, cuya calidad moral e historiográfica brilla en estos párrafos. Y sigue brillando cuando pretende justificar como respuesta a las matanzas de Badajoz las perpetradas por las izquierdas en la Cárcel Modelo y las de Paracuellos, en Madrid, “momentos cruciales de violencia revolucionaria”, asegura. Y comenta: “Por más que lo negaran, esa cadena de violencia favorecía los intereses de los golpistas, que así podían justificar su plan de exterminio y al mismo tiempo mostrar al mundo las pruebas del terror rojo”. Espinosa vuelve a mentir. El terror izquierdista tenía ya una terrible trayectoria antes de julio del 36, como hemos visto, y a partir de esa fecha, sin esperar a ninguna violencia derechista, se ejerció de forma masiva y entusiasta, con la seguridad de que, ganada la contienda, la historia lo justificaría, como predicaba Largo. Decir que aquellos asesinatos revolucionarios “favorecían los intereses de los golpistas” es bellaquería muy propia, la hemos oído al PNV en relación con el terrorismo etarra y el PP.
Pero, aunque no fiesta, Espinosa sostiene que hubo matanza en la plaza de toros, y por ello se indigna ante su demolición, pues debiera haberse conservado como eterno recordatorio del crimen. Se apoya para sostenerlo en Southworth, un propagandista similar al mismo Espinosa, aunque, lamenta éste, no dedicara a Badajoz “la extensión y profundidad que dedicó a Guernica”. La comparación tiene interés, manifiesto en esta observación de Jesús Salas Larrazábal: “Quien tenga probada paciencia puede estudiar los orígenes del mito de Guernica en las 109 páginas del capítulo primero de La destrucción de Guernica, en las que [Southworth] va exponiendo, una tras otra, las noticias que publicó la prensa mundial en base a los cables enviados desde Bilbao por los cinco corresponsales extranjeros allí destacados. Los que afronten esta lectura podrán conocer insignificantes pormenores pero, por mucho que relean las densas páginas, no serán capaces de hallar rastros de lo más esencial: los relatos de la prensa de Bilbao, numerosa entonces y, hay que suponerlo, mejor informada. Nadie considere esto como un incomprensible olvido de cronista tan minucioso, pues existe una explicación mucho más lógica: los periodistas de Bilbao no comulgaron con las extravagantes tesis de los contados corresponsales extranjeros que fabricaron la leyenda y no quisieron ver publicados datos que podían ser refutados fácilmente por los evacuados de Guernica”. El examen de esa prensa, y la intensa investigación documental y sobre el terreno han permitido a Salas rebajar a 120 la cifra de víctimas real del bombardeo. Son muchos muertos, pero los creadores del mito necesitaron multiplicarlos por 13, hasta 1.600, e incluso hasta 3.000.
Ahora bien, aunque el contexto explicativo sea falso, podría ser fiable la investigación concreta. Esto no parece fácil, pues Espinosa y compañía no trabajan tanto por esclarecer los hechos como por demostrar la maldad incomparable de los “fascistas”. Y, en efecto, es fácil percibir varios puntos débiles en su estudio La columna de la muerte.
La matanza de Badajoz por excelencia, la que dio la vuelta al mundo, fue la supuestamente ocurrida en la plaza de toros el día 15 de agosto, descrita en el diario madrileño La voz: “Cuando Yagüe se apoderó de Badajoz (…) hizo concentrar en la Plaza de Toros a todos los prisioneros y a quienes, sin haber empuñado las armas, pasaban por gente de izquierda. Y organizó una fiesta. Y convidó a esa fiesta a los cavernícolas de la ciudad, cuyas vidas habían sido respetadas por el pueblo y la autoridad legítima. Ocuparon los tendidos caballeros respetables, piadosas damas, lindas señoritas, jovencitos de San Luis y San Estanislao de Kostka, afiliados a Falange y Renovación, venerables eclesiásticos, virtuosos frailes y monjas de albas tocas y miradas humildes. Y ante tan brillante concurrencia fueron montadas algunas ametralladoras…”, con las que habrían masacrado a entre 1.500 y 4.000 prisioneros, según versiones, entre aplausos y griterío de los espectadores. En algunas variantes, muchos presos habrían sido toreados, etc.
Espinosa admira lo “muy bien escrito” que está el artículo de La voz, una pieza brillante en la siembra de odios con que a cada paso topamos. Pero él mismo debe reconocer que se trata de una falsedad. No existió tal fiesta. Sin embargo tal falsedad no deja de tener un valor para el columnista del enredo: “la [matanza] de Badajoz había trascendido y se había convertido en paradigma de lo que el fascismo representaba”. Y el consuelo es fácil: “la fiesta, como toda reducción (¡!) colmó el imaginario colectivo por contener todos los ingredientes necesarios. Al fin y al cabo ¿qué si no una gran orgía de sangre fue lo que los grupos sociales y económicos amenazados por las reformas republicanas (…) hicieron con esa izquierda extremeña eliminada en masa?” En fin, asegura, la inventada fiesta fue, de todos modos, poca cosa al lado de lo realmente ocurrido, y los militares, aunque no presidieran el supuesto jolgorio, eran “capaces de presidir cosas mucho peores que aquella corrida, y sin duda hubieran ocupado un lugar preferente en un posible Nuremberg español. De ahí quizá el arraigo de una historia como la fiesta” (p. 211-2)
El arraigo no viene de ahí, desde luego, sino de una masiva e inescrupulosa propaganda que intenta continuar Espinosa, cuya calidad moral e historiográfica brilla en estos párrafos. Y sigue brillando cuando pretende justificar como respuesta a las matanzas de Badajoz las perpetradas por las izquierdas en la Cárcel Modelo y las de Paracuellos, en Madrid, “momentos cruciales de violencia revolucionaria”, asegura. Y comenta: “Por más que lo negaran, esa cadena de violencia favorecía los intereses de los golpistas, que así podían justificar su plan de exterminio y al mismo tiempo mostrar al mundo las pruebas del terror rojo”. Espinosa vuelve a mentir. El terror izquierdista tenía ya una terrible trayectoria antes de julio del 36, como hemos visto, y a partir de esa fecha, sin esperar a ninguna violencia derechista, se ejerció de forma masiva y entusiasta, con la seguridad de que, ganada la contienda, la historia lo justificaría, como predicaba Largo. Decir que aquellos asesinatos revolucionarios “favorecían los intereses de los golpistas” es bellaquería muy propia, la hemos oído al PNV en relación con el terrorismo etarra y el PP.
Pero, aunque no fiesta, Espinosa sostiene que hubo matanza en la plaza de toros, y por ello se indigna ante su demolición, pues debiera haberse conservado como eterno recordatorio del crimen. Se apoya para sostenerlo en Southworth, un propagandista similar al mismo Espinosa, aunque, lamenta éste, no dedicara a Badajoz “la extensión y profundidad que dedicó a Guernica”. La comparación tiene interés, manifiesto en esta observación de Jesús Salas Larrazábal: “Quien tenga probada paciencia puede estudiar los orígenes del mito de Guernica en las 109 páginas del capítulo primero de La destrucción de Guernica, en las que [Southworth] va exponiendo, una tras otra, las noticias que publicó la prensa mundial en base a los cables enviados desde Bilbao por los cinco corresponsales extranjeros allí destacados. Los que afronten esta lectura podrán conocer insignificantes pormenores pero, por mucho que relean las densas páginas, no serán capaces de hallar rastros de lo más esencial: los relatos de la prensa de Bilbao, numerosa entonces y, hay que suponerlo, mejor informada. Nadie considere esto como un incomprensible olvido de cronista tan minucioso, pues existe una explicación mucho más lógica: los periodistas de Bilbao no comulgaron con las extravagantes tesis de los contados corresponsales extranjeros que fabricaron la leyenda y no quisieron ver publicados datos que podían ser refutados fácilmente por los evacuados de Guernica”. El examen de esa prensa, y la intensa investigación documental y sobre el terreno han permitido a Salas rebajar a 120 la cifra de víctimas real del bombardeo. Son muchos muertos, pero los creadores del mito necesitaron multiplicarlos por 13, hasta 1.600, e incluso hasta 3.000.
ABD el- Krim...
- Abd el-Krim era hijo de Abd al-Karim al-Jattabi –el orante-, un cadí, miembro del clan de los Ait Jattab que pertenecía a una noble familia llamada los boudchar (de donde procede el epíteto Al-Jattabi), una facción de la poderosa tribu de los Ait Waryagar o Beni Urriaguel. De su padre, jefe del clan, recibió una educación religiosa tras lo cual fue enviado a cursar bachillerato español en Tetuán y Melilla, después estudió derecho islámico en la mezquita Qarawiyyin de Fez, y más adelante derecho en la Universidad de Salamanca.
Sirvió a la administración colonial española como traductor y escribiente de árabe en la Oficina Central de Tropas y Asuntos Indígenas en Melilla, donde también trabajó para el periódico El Telegrama del Rif, en el que escribía un artículo diario en árabe.
Aún joven fue nombrado cadí, y a la edad de 32 años qādī al-qudāt, jefe de los cadíes. En 1915, ante las sospechas francesas de que colaboraba con los alemanes (son los años de la Gran Guerra) la apertura de un expediente dejó al descubierto sus verdaderos sentimientos contra el colonialismo. Fue enjuiciado y, aunque se dictaminó su absolución, el Alto Comisario se negó a ponerlo en libertad, permaneciendo encarcelado en el fuerte de Rostrogordo, de donde intentó fugarse, rompiéndose una pierna al descolgarse por la muralla.
No recobró la libertad hasta un año más tarde; el resentimiento provocado por la injusta condena le hace, al poco tiempo, retirarse a su cábila y comenzar a preparar la lucha contra el invasor. Para 1921 era ya el líder del movimiento anticolonial de Marruecos, y desde esa posición preparó la sublevación general del Rif; en Annual sus fuerzas derrotaron al ejército español, que se vio forzado a replegarse. Bajo el emirato de Abd el-Krim el Rif se organizó como territorio independiente.
Creó la denominada República del Rif, que no fue bien vista por los países europeos —con la excepción de Inglaterra, que contaba con razones estratégicas para avalar la decisión— por cuanto su finalidad era la expulsión de franceses y españoles del territorio rifeño y de todo Marruecos. Las potencias europeas se aliaron en su contra, y la contraofensiva conjunta, que comenzó el 8 de septiembre de 1925 con el desembarco de Alhucemas, bajo el mando del General Miguel Primo de Rivera, acabó con la derrota de la República en 1926.
Después de la derrota el líder rifeño fue vendido a los españoles por algunos guerrilleros rifeños pero el antes de ser capturado por los españoles prefirió entregarse a las tropas francesas.
Las autoridades coloniales convinieron su deportación a la isla de La Reunión, una posesión francesa de ultramar próxima a Madagascar. En 1947, tras lograr autorización del gobierno francés para su traslado a la metrópoli, escapó durante una escala en Puerto Saíd. El gobierno egipcio, encabezado por el rey Faruq I, lo acogió como refugiado.
Desde Egipto encabezó el comité de liberación del Magreb árabe. En 1956, tras la independencia de Marruecos, rechazó la oferta del rey Mohammed V de regresar con honores a su patria. Murió en El Cairo en 1963, poco después de ver completa la descolonización del Magreb, tras la independencia de Argelia.
investigacion en archivo de la marina por Boudchar Ouail
La Gran Depresión...
- La Gran Depresión fue una grave crisis económica mundial que se prolongó durante la década anterior a la Segunda Guerra Mundial. Su duración depende de los países que se analicen, pero en la mayoría comenzó alrededor de 1929 y se extendió hasta finales de la década de los años treinta o principios de los cuarenta. Fue la depresión más larga en el tiempo, de mayor profundidad y la que afectó a más países de las sufridas en el siglo XX. En el siglo XXI ha sido utilizada como paradigma de hasta qué punto puede disminuir la economía mundial. La depresión se originó en los Estados Unidos, a partir de la caída de la bolsa del 29 de octubre de 1929 (conocido como Martes Negro), pero rápidamente se extendió a casi todos los países del mundo.
La Gran Depresión tuvo efectos devastadores en casi todos los países, ricos y pobres. La renta nacional, los ingresos fiscales, los beneficios y los precios cayeron, y el comercio internacional descendió entre un 50 y un 66%. El desempleo en los Estados Unidos aumentó al 25%, y en algunos países alcanzó el 33%. Ciudades de todo el mundo se vieron gravemente afectados, especialmente las que dependían de la industria pesada, la construcción prácticamente se detuvo en muchas áreas. La agricultura y las zonas rurales sufrieron la caída de los precios de las cosechas que alcanzó aproximadamente un 60 por ciento. Ante la caída de la demanda, las zonas dependientes de las industrias del sector primario, con pocas fuentes alternativas de empleo, fueron las más perjudicadas.
Los países comenzaron a recuperarse a mediados de la década de 1930, pero sus efectos negativos en muchos países duraron hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. La elección como presidente de Franklin Delano Roosevelt y el establecimiento del New Deal en 1932 marcó el inicio del final de la Gran Depresión en Estados Unidos. Sin embargo, en Alemania, la desaparición de la financiación exterior, a principios de la década de 1930, y el aumento de las dificultades económicas, propiciaron la aparición del nacional-socialismo y la llegada al poder de Adolf Hitler.
"Rosa Luxemburgo"...
- Rosa Luxemburg o Róża Luksemburg, más conocida por su nombre castellanizado Rosa Luxemburgo (Zamosc, Imperio ruso, 5 de marzo de 1871[1] – Berlín, Alemania, 15 de enero de 1919), fue una teórica marxista de origen judío.
Militó activamente en el Partido Socialdemócrata de Alemania (SPD), hasta que en 1914 se opuso radicalmente a la participación de los socialdemócratas en la I Guerra Mundial, por considerarla un "enfrentamiento entre imperialistas". Integró entonces el grupo internacional que en 1916 se convirtió en Liga Espartaquista, grupo marxista revolucionario que sería el origen del Partido Comunista de Alemania (KPD). Al terminar la guerra fundó el periódico La Bandera Roja, junto con el también aleman Karl Liebknecht. Sus libros más conocidos, publicados en castellano, son Reforma o Revolución (1900), Huelga de masas, partido y sindicato (1906), La Acumulación del Capital (1913) y La revolución rusa (1918), en el cual critica constructivamente a la misma y sostiene que la forma soviética de hacer la revolución no puede ser universalizada para todas las latitudes.
Tomó parte en la frustrada revolución de 1919 en Berlín, aun cuando este levantamiento tuvo lugar en contra de sus consejos. La revuelta fue sofocada con la intervención del ejército y la actuación de los Cuerpos Libres (o Freikorps, grupos de mercenarios nacionalistas de derecha), y a su término cientos de personas, entre ellas Rosa Luxemburgo, fueron encarceladas, torturadas y asesinadas.
Tanto Rosa Luxemburgo como Karl Liebknecht poseen una gran carga simbólica en el marxismo. Actualmente, un domingo a mediados de enero se celebra cada año en Berlín el día de Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht, en recuerdo del asesinato de los dos dirigentes comunistas el 15 de enero de 1919.
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